Felipe Aguirre

Conductor

Director de orquesta y pianista colombiano, fue graduado con honores en el Conservatorio de Viena. Su actividad musical lo ha llevado a actuar en los escenarios más importantes de Europa y América.

Conductor and pianist. Felipe Aguirre graduated with honors from the Vienna Conservatory in 2001. His musical activity as a conductor and pianist has taken him to perform in the most important concert halls of Europe and America.

Reflexiones sobre el miedo escénico...

 

   Dentro del conocido hecho de «actuar en público» existe una paleta muy extensa de matices. Desde un sencillo brindis, pronunciado al cobijo de la mesa familiar, hasta una representación artística frente a cientos o miles de personas que no conocemos… Éstas y todas las gamas intermedias tienen algo en común: el fenómeno psicológico que se ha dado en llamar el «miedo escénico». Y, a pesar de que lo escribimos entre comillas para restarle dramatismo, la realidad es que todos, en mayor o menor medida, lo hemos sufrido una que otra vez. Pero ¿qué es en verdad este miedo? Creo que sería útil plantear la cuestión desde el punto de vista artístico, pues es en el escenario, propiamente dicho, donde el hombre ha librado algunas de sus más duras batallas frente a ese gran desconocido…

Pero para responder a este interrogante es necesario primero indagar acerca de lo que motiva a un artista a subirse a una tarima. Descartando todo hecho «extra-artístico» (como la fama, el reconocimiento, el prestigio, la seguridad de sí mismo, etc.), y haciendo de lado el concepto de «arte como vía de realización», encontraremos que en lo psicológico uno de los «motores» esenciales que tiene el actor, el músico, el bailarín o el declamador es la profunda necesidad de compartir con su audiencia los fuertes sentimientos que su arte le procura en privado. Esto va desde el querer transmitir en una conversación ideas y conclusiones a las que hemos llegado por la reflexión y la comprensión y que tienen un valor afectivo para nosotros, hasta una revelación, en sentido artística, donde lo que el personaje en cuestión se siente con el deber moral de transmitir a los demás dicha verdad. En este último caso podemos englobar no sólo las obras de arte, sino también los descubrimientos de la ciencia y las revelaciones religiosas. Pero en el caso concreto del arte, y, sobre todo, del aspecto interpretativo de las obras ya existentes, podemos decir que el artista, en su esfuerzo por llegar hasta la esencia de su objeto de interpretación, encuentra, en mayor o menor medida, una verdad en ella, es decir aquel «mensaje» que subyace detrás de su forma. Y es entonces cuando, ante la dicha que supone la contemplación de tal verdad, no puede quedárselo para sí y necesita entregarlo a los demás.

Ahora bien, en ese proceso de «entregar» aquello que nos inquieta en nuestro interior existe una gran diferencia entre ensayar algo en casa, en solitario, y presentarlo ante los demás. Pues, ¿quién no ha vivido la dura experiencia de haber preparado con esmero algún breve discurso y, al momento de ver los rostros expectantes de su público, perder todo hilo y todo guión?… Muchas veces basta que una sola persona nos escuche —incluso un ser cercano— para que se desmorone nuestro aparentemente robusto edificio. Y esta idea conduce a una primera afirmación: el protagonizar un acto público es cualitativamente diferente de la vivencia en privado, nos lleva a un límite que supera nuestra actividad cotidiana, exigiendo una entrega extra-ordinaria y una activación de todas las capacidades de que disponemos. Ante la imposibilidad de repetir y de corregir, como lo haríamos en casa, la sensación del tiempo y del espacio se intensifican al máximo, creando una impresión de inminencia e irrevocabilidad del presente. El efecto es notorio: nuestra predisposición emocional, que en condiciones normales suele permanecer pasiva y receptiva, se ve de repente afectada por una ráfaga de intenciones exteriores (de todo tipo) que, cual dardos invisibles, parecen clavarse en nuestro estómago produciendo aquellas famosas «mariposas».

 

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Pero ampliemos ahora la idea de la representación artística en sí misma. El artista, en sentido amplio, tiene dos vías de abordar la interpretación: la primera de ellas, de índole racional, hace referencia al control técnico, es decir a todas aquellas herramientas y habilidades mecánicas y motrices —en suma mentales— de que dispone para presentar la obra, por lo menos desde el punto de vista de su estructura formal y funcionalidad. Y la segunda, relacionada más con los sentimientos y la intuición, es lo que podríamos denominar la entrega emocional, que constituye el caudal de expresión que vivifica el armazón técnico, dotándolo de «alma». Aunque en el caso ideal una y otra son inseparables, en la práctica oscilan según la personalidad del intérprete, la obra en sí y el momento, a veces complementándose fructíferamente, pero otras excluyéndose de forma peligrosa. Así, encontramos a menudo artistas un tanto «parcos», lejanos de una implicación afectiva total, centrados en el dominio de la técnica. O, en su antípoda, los «diletantes» (en su antigua acepción de «aquellos que se deleitan») que durante la interpretación suelen abandonarse con facilidad a la emoción, perdiendo el contacto con los medios propios de la ejecución. En forma metafórica, si definimos la profunda —y a veces insondable— esencia de una obra artística como un «paisaje maravilloso» que sólo puede ser contemplado desde la altura, podríamos imaginarnos la situación ideal del acto artístico como el «caminar al borde de un precipicio», siendo aquel riesgoso paraje el único lugar desde el cuál artista y público puedan disfrutar en su totalidad dicho «paisaje». Esta sugerente imagen nos lleva a comprender los dos extremos, anteriormente mencionados, es decir el efecto que la ambivalente predisposición del artista puede llegar a ejercer sobre el público: aquel que se excede en el control técnico es como si caminara cómodamente a diez metros del borde, lo cual suele despertar bostezos entre un público atento y sincero; y el otro, que en su desprendido arrojo pisa más allá de la raya y cae al vacío (léase aquellos momentos en que el artista queda en blanco por «exceso de emotividad» —o «falta» de control—), lo que le impide seguir llevando de la mano al oyente o espectador por los caminos de la contemplación del «horizonte» de la obra. A la luz de esta metáfora, el mágico alumbramiento de una obra artística pareciera pender de un sutil hilo, del equilibrio de estos dos aspectos: el de arriesgarse a andar cerca del abismo pero sin dar ese «último paso», sino manteniendo constantemente un invisible pero efectivo «contacto» con el suelo, es decir la conciencia de la memoria, la fluidez de la idea, el concepto de forma y unidad, la coherencia y claridad, etc.

Pero si ahora, por último, recordamos lo dicho anteriormente acerca de la diferencia entre una situación cotidiana y una actuación pública y las trasladamos a la imagen descrita, encontraremos que el suelo en el que nos movemos cuando practicamos algo «a solas» se encuentra a menudo ­—salvo contados momentos de inspiración— lejos del «límite». Pues durante la preparación de una obra, cuando hacemos «simulacros» teniendo en frente sólo espectadores imaginarios, también el «paisaje» de tal obra corre el peligro de mantenerse imaginario, pues ¿quién va a querer arriesgarse a llegar al «filo» si no hay necesidad? Entonces, ¿no será esa presión que ejerce la presencia examinadora del público la fuerza que nos conduce del cómodo lecho de nuestro estudio al «borde del precipicio»? ¿No es la actitud perceptiva de los espectadores la que nos impele a superar nuestras propias limitaciones para entregar lo mejor que tenemos, e incluso más? Y, en suma, ¿no son nuestros aparentes miedos (miedo al ridículo, a perder el estatus, a estar «al descubierto») en realidad un ejército invisible que nos empuja, a veces por la fuerza, a llegar hasta al límite del «suelo firme»?

¿Qué es, entonces, el miedo? Para los guerreros de la antigüedad era un gran aliado, pues si está de nuestro lado agudiza nuestros sentidos, acrecienta nuestra atención, enaltece nuestras habilidades y eleva nuestra conciencia. Pero, claro, si en cambio permitimos que se yerga como un todopoderoso enemigo, nos oprimirá, bloqueará y menguará nuestras capacidades. Sentir su presencia antes de salir a escena nos recuerda que estamos ante algo grande. Situados lejos del efímero transcurrir de lo cotidiano, nos hace percibir el tiempo como un momento único, intenso, un tiempo «fuerte» en el que nuestras palabras y acciones pueden repercutir en los demás o, por qué no, transformar sus vidas.

No es, pues, la faz del miedo escénico tan terrorífica como nuestra psique a menudo nos hace creer, ni su efecto tan nefasto si se le puede controlar como a un aliado. Tampoco es casualidad que muchos de los discursos más elocuentes, de las poesías más inspiradas o de las interpretaciones musicales más conmovedoras brotaran en situaciones de inmensa «tensión», y de manos de aquellos que siempre buscaron el límite de lo posible, que se arriesgaron a caminar siempre en el «filo del abismo».

La técnica es sólo un medio, un camino para llegar a aquel punto desde el que se divisa la totalidad de la obra, punto lejano, eso sí, del confort.

Como dijo uno de aquellos grandes artistas, el músico Nikolaus Harnoncourt, cuando animaba a los tímidos miembros de una orquesta a trascender la comodidad del control técnico, ese anodino desierto de la «tierra firme»:

 «No teman a la catástrofe, sólo al borde del precipicio se encuentra la belleza».